Cuando yo era niño, el patio de nuestro colegio se abría al terraplén por donde circulaban los trenes que hacían la conexión con Francia. Recuerdo como no era infrecuente que aquel lugar fuera el escogido por algunas personas para poner fin a sus vidas. Dos o tres veces al año, éramos testigos del triste final de un hombre o una mujer que había desafiado la fuerza del tren, y había acabado hecho pedazos bajo el convoy. Recuerdo cómo, a la hora de cenar, era un tema de conversación en nuestras casas. Y, sin televisión, hablábamos sobre la vida y la muerte, buscábamos explicaciones al fracaso que supone el suicidio, nos educábamos en valores y en trascendencia, y acabábamos con una oración para quien había fallecido de aquella manera trágica. Sin saberlo, nuestros padres estaban haciendo una encomiable labor de prevención del suicidio.
El suicidio supone una solución permanente ante un problema temporal. No puede olvidarse la realidad: es ya la segunda causa de muerte en jóvenes de entre 15 y 24 años. Sin embargo, se invierte poco, muy poco, en la prevención de esta situación trágica. Se olvida que, tras cada suicidio consumado, hay 400 chicos y 4000 chicas que lo han intentado. Y, sin embargo, se siguen dedicando más esfuerzos a la prevención del asma (es un ejemplo, como tantos pudiera haber) que a la prevención del suicidio. La industria se impone sobre la vida. Es el drama de nuestro siglo.
El suicidio sigue siendo un tema tabú. Se esconde, a menudo, de los medios. Y se olvida el drama que supone cada vida perdida en esta sinrazón o tras una razón que solamente conoce quien ya no la puede relatar.
Y entonces nos hace falta una jornada mundial para recordar que debemos esforzarnos en la prevención del suicidio. Nos hace falta que cada 10 de septiembre, desde la Organización Mundial de la Salud, se nos recuerde que la prevención es necesaria.
La prevención del suicidio debería ser una cuestión prioritaria en nuestros planes de salud, en la que se concienciaran y participaran todos los sectores de la sociedad. Se nos ocurren algunas acciones concretas que, ojalá, encontraran eco en las autoridades sanitarias de nuestro país.
Y, no por ser menos importante, dejo para el final el tema de la espiritualidad. Diferenciemos espiritualidad de religión. A veces, las religiones han asfixiado, mediante normas, liturgias y decálogos, el sentimiento espiritual del que nacieron. Pero la realidad es que, en un mundo cada día más tecnificado, se olvidan, a menudo, los aspectos trascendentes de la persona. Se planifican las actividades docentes y las extraescolares para dar muchos contenidos al niño y al adolescente, pero no se invierte suficiente tiempo en enseñar a pensar, en incrementar la posibilidad de buscar un sentido de trascendencia a la vida. ¿Dónde queda la filosofía? ¿Dónde queda la espiritualidad?
El laicismo no está reñido con la espiritualidad. Y la espiritualidad se educa desde la lectura pausada, la escucha atenta de la música, el paseo sin prisas por el monte, la contemplación de un paisaje, etc. Se trata de actividades que pueden parecer inútiles pero que suponen una gran barrera protectora para el niño que deberá afrontar un mundo cada día más complicado.
En nuestro mundo hemos ido aprendiendo a vivir sin interioridad. Parece como si ya no necesitáramos estar en contacto con lo mejor que tenemos en nuestro interior. Parece que nos puede bastar el entretenimiento que nos ofrecen las modernas tecnologías. Y nos hemos acostumbrado a funcionar sin alma… El hombre del siglo XXI necesita buscar la verdad.
En nuestro tiempo (y así lo transmitimos a nuestros hijos) hemos aprendido a vivir sin raíces y sin hitos. Nos programan desde el exterior y nos dejamos. Nos hace falta parar la actividad frenética para descubrir las respuestas a las preguntas de nuestra vida: ¿De dónde vengo? ¿Dónde voy?
Los niños y adolescentes de hoy están más informados que nunca, pero les falta formación y orientación. Pueden sentirse más perdidos que nunca a pesar de la intensidad de las redes de conexión social.
Pendientes de la prima de riesgo y de la bolsa, hemos dejado de lado las grandes cuestiones sobre nuestra existencia. Hemos evolucionado hacia el escepticismo. Y no nos preocupa. Pero el escepticismo lleva a la fragilidad y a la inseguridad. Queremos ser inteligentes y lúcidos, pero se nos hace difícil encontrar sosiego y paz. Necesitamos liberarnos de la oscuridad interior.
Mientras las ciencias médicas nos aseguran más años de vida, crece nuestra inquietud sobre el sentido de la vida. Necesitamos aprender a vivir para vivir.
Se está empezando a objetivar que las personas que desarrollan más la trascendencia y la vida interior tienen una mayor resistencia ante la enfermedad depresiva. ¿No sería hora de tener en cuenta estos aspectos en los densos e inútiles currículums docentes de nuestros alumnos de secundaria?
El Día Mundial para la Prevención del Suicidio nos plantea, como ciudadanos del mundo, un reto importante: redescubrir el sentido de la vida y sus valores trascendentes. Y estar muy pendientes de quien, a nuestro alrededor, sufre y lo pasa mal. Las redes sociales deben convertirse en redes humanas para que nadie se sienta solo ante una pantalla de ordenador cargada de nombres, pero sin ninguna palabra que le lleve esperanza.
Artículo de opinión por Josep Cornellá i Canals.